
(Imagen tomada de la red)
Caminaba de un lado a otro trayendo mis cosas, intentando acomodarlas bien en la maleta. Me sentía abrumada, no por el estrés previo a mi partida, no por intentar que todo cupiera en mi equipaje, no por tener que levantarme tan temprano al día siguiente. Estaba triste, adolorida con ese dolor que se siente cuando algo se desprende de ti, cuando te desprendes de un lugar, de algo, de alguien… A lo largo de mi vida he vivido un sinfín de despedidas y sin embargo sigo sin acostumbrarme a esa sensación… Ella podía percibirlo. Ella vivía su propio desasosiego. Por eso prefirió permanecer en la planta baja y no mostrarme el extraño brillo en sus ojos.
Comenzó a llover. Durante mi estancia habíamos presenciado días soleados, calurosos. Yo le decía que el sol suele acosarme, que tan pronto como me fuera comenzaría el otoño, la temperatura bajaría y yo no habría podido disfrutar el frío que tanto me gusta… Me sentí irritable para no sentir angustia. Cerré las ventanas refunfuñando. Deseaba permanecer ahí sin tiempo definido, pausar un poco más mis otras vidas, seguir disfrutándola, descubriendo su mundo. Quería aprender más de mí misma a través de su sabiduría, concebirme parte de un todo a través de nuestra inexplicable conexión. Deseaba profundizar a su lado más de los secretos del vivir. Esas semanas juntas no eran suficientes. No sabía cuánto tiempo hubiese sido necesario.
Luego un sonido rompió el ruido de mis pensamientos. Una nota. Un acorde. Ella comenzó a tocar su piano por primera vez desde el día de mi llegada. “What a wonderful world”, que yo había estado tarareando horas antes, sonó en toda la casa. Su timidez escénica se volvió una intensa apertura a las emociones que liberaba a través de la música. Un incontenible sentimiento me hizo llorar. Era sublime. Hermosa melodía, preciosa amiga, maravillosa sensación.
Intente bajar las escaleras, acercarme, abrazarla, agradecerle, pero decidí no quebrantar el hilo de su lenguaje, su manera de decirme adiós, de expresarme su amor.
Entonces, por fin serena. Me dispuse a seguir haciendo la maleta, que ya no parecía indomable. Abrí las ventanas. Dejé entrar el olor de la lluvia y respiré. Suspiré profundamente sabiendo ya que no necesitaba más tiempo, que todo estaba listo, que podía finalmente despedirme; aunque ya no fuera necesario. Ella siguió tocando el piano, lo hacía con tremenda maestría y belleza, sin darse cuenta de que yo la acompañaba, desde mi habitación, cantando “blue moon, you saw me standing alone…”