Hoy finalmente me doy la tarde libre y salgo de casa a la puesta del sol dispuesta a moverme sin presiones ni límites de tiempo.
Lo primero que se activa es mi olfato. Una cuadra antes de llegar a la cancha de atletismo percibo el olor de los pinos que rodean la pista; entonces mi cuerpo se acelera deseando llegar, saltar, correr; entonces vuelo.
El viento es fresco como lo espero. El perfil del cerro se ilumina con los cambios de luz del atardecer. Siento el movimiento de mis piernas y me transporto… y estoy junto al lago, mis brazos se extienden deseando alcanzar el agua de la orilla… y estoy junto al mar, veo ballenas saltando y gente paralizándose al mirarlas… y estoy en la ciudad de los naranjos, salto en la calle que huele a azahares… y estoy… en tantas partes … y estoy aquí, bajo el cielo que se torna azul cobalto.
La última vuelta desacelera mi ritmo. Termino. Respiro y contengo la euforia, la dejo ir. Me coloco en el suelo. Estiro las piernas. Mi ritmo cardíaco se tranquiliza. Me relajo de golpe, me canso, me dispongo a alzarme pero no quiero irme. Me recuesto, me extiendo. No me importa la tierra o el frío de la pista bajo mi espalda. Alzo la mirada. ¿Cuándo fue la última vez que vi el cielo de esta forma? Ha pasado tanto tiempo.
El espacio se presenta interminable. Los sonidos nocturnos son más claros. Un ave vuela y gira sobre mí, yo le sonrío. Los insectos del bosque no me perturban. Las ramas de los árboles bailan en las sombras de la noche.
Me quedo un rato así -qué sensación de libertad irradia la estrella fugaz, mi deseo- hasta que la ciudad enciende sus luces y mi cielo pierde el brillo de su obscuro.
Me despido. Salgo… y cambio mi ruta para llegar a casa -un camino más largo- sin prisa.